OPINIÓN: Los que parten, se quedan o sueñan con volver

Viví 19 años en el valle del Aconcagua. San Felipe fue mi casa, paisaje, colegio, niñez. Pero cuando llegó el momento de estudiar, no hubo muchas opciones: o me iba, o me quedaba esperando que algo pasara. Y no pasó. Si bien existen universidades en la zona, las alternativas son reducidas y, peor aún, las oportunidades laborales muy limitadas. A muchos jóvenes como yo, este rincón nos queda chico, no por falta de cariño, sino porque nos cierra las puertas justo cuando más necesitamos abrirlas.
Irse no siempre es por ambición, muchas veces es por necesidad. Lo que duele no es partir, sino tener que hacerlo. Dejar atrás la Cordillera de los Andes, las calles conocidas, las tardes lentas. Alejarse del lugar donde uno aprendió a vivir, sin saber si alguna vez será posible regresar. Porque cuando te vas, todo lo que parecía eterno comienza a transformarse sin ti. Y tú también cambias. Te vuelves más práctico, más apurado, más desconectado de ese origen que sigue ahí, paciente, aunque uno ya no sea el mismo.
Mientras algunos hacemos las maletas, otros se quedan. Son, en su mayoría, personas mayores. Padres, abuelos, vecinos que siguen saludando al pasar, que caminan sin apuro, como si el tiempo tuviera otro ritmo. El pueblo se está volviendo viejo, no porque envejezca mal, sino porque se queda sin juventud. La gente migra y con ella se va la energía, los sueños, la renovación. La vida resiste gracias a quienes permanecen, pero sin nuevas generaciones, esa resistencia se vuelve silenciosa, frágil, como si la zona entera estuviera en pausa.
Y luego están los que sueñan con volver. Aquellos que lograron establecerse en ciudades rápidas y caóticas, pero que ahora anhelan regresar al sitio donde todo era más simple. Donde las mañanas no comenzaban con bocinazos ni las tardes se perdían en tacos. Quieren regresar al barrio donde todos se conocen, a los almuerzos sin apuro, a caminar por todos lados sin necesidad de un auto, al transcurso que se vive sin tanto reloj, donde la calma no es lujo, sino costumbre.
Aconcagua necesita más que nostalgia para sostenerse. Necesita futuro. No puede seguir vaciándose de jóvenes ni convirtiéndose en una postal que solo se mira con añoranza. Retornar no debería ser solo un sueño de quienes están cansados del ruido, sino una opción real para todos los que alguna vez tuvimos que irnos sin querer.
Porque irse no siempre es querer partir. Y volver, a veces, es una forma de reconciliarnos con nuestras raíces.
Por Catalina Varela González | Estudiante de Periodismo PUCV