OPINIÓN: El helado de mi infancia

OPINIÓN: El helado de mi infancia

Cuando me preguntan por mi heladería favorita, siempre digo lo mismo: El Olguín, para muchos, una cápsula del tiempo. Es un pequeño local ubicado a metros de la plaza de San Felipe que, a pesar de su crecimiento en los últimos años, sigue manteniendo esa esencia de Aconcagua que tanto cuesta encontrar.

Fui un día domingo, con el sol alto y una fila que llegaba hasta la vereda –como siempre–. Pese a eso, no esperé tanto, porque si algo caracteriza a este lugar es la rapidez, ya que las manos expertas que atienden no pierden el ritmo, ni siquiera cuando hay treinta personas esperando.

Afuera huele a crema de leche, a dulces y a niñez. Desde la entrada se logran apreciar las vitrinas llenas de colores, conos que gotean y risas que te transportan a salidas con amigos o tardes después del colegio. No hay mesas ni sillas, porque la costumbre es que el helado se disfruta caminando, rumbo a la plaza.

Ese día lo visité con mi familia. Siempre pedimos por delivery, pero esta vez queríamos ir al lugar. Mi mamá pidió baileys con frutilla, cremoso y con un gusto licoroso que dejaba en boca una sensación aterciopelada.

Mi padrastro eligió piña con limón, una mezcla ácida, intensa y sorprendentemente equilibrada. Yo, como siempre, volví a mi favorito: manjar plátano con canela, ese sabor que resume en una cucharada toda mi vida. El manjar es espeso, casi pastoso, con esa textura de olla antigua que se raspa con cuchara de palo. El plátano, además de estar ahí por dulzor, está por carácter, tiene esa madurez que se pega al paladar.

Además, venden pasteles, cafés, galletas, pero en específico, tenían un dulce casi mítico: los quemaditos. Tenía la esperanza de que todavía estuvieran, pero me llevé la sorpresa de que ya no los vendían. Aun así, vale la pena mencionarlos: eran un caramelo tostado, duro al principio, que se deshacía lentamente, liberando un gusto profundo y acaramelado, propio de la zona.

El lugar es acogedor, pero no te invita a quedarte. Su magia ocurre al caminar con el helado en mano o al abrir su envoltorio típico con papel Kraft llegando a la casa. Es un sitio que no necesita reinventarse, porque sabe lo que es: un clásico. Un punto de encuentro intergeneracional, donde los sabores son los mismos de siempre, pero nunca se sienten repetidos.

La historia de Olguín también se refleja en su transformación. Comenzaron con un pequeño local donde los productos se entregaban por una ventanilla, directo a la calle. Con el tiempo, se amplió y ganó carácter: hoy es un espacio más cuidado, con iluminación cálida, muros en tonos tierra y una ambientación vintage. La tienda conserva su espíritu original, pero con una estética más pulida que invita a mirar. Incluso, han cruzado el río y abierto una sucursal en Los Andes, llevando ese aroma tan propio a nuevos rincones del valle.

Desde 1906, la heladería ha permanecido en manos del mismo apellido, y eso se percibe en el trato, en la dedicación y en las recetas que resisten el paso de los años. Es un negocio familiar que se ha transmitido por generaciones, donde la calidad no cambia y la atención sigue siendo cercana. Para cualquiera que haya crecido en Aconcagua, sabe que es sinónimo de confianza, ese lugar al que vuelves una y otra vez, porque sabes que ahí el helado sabe a infancia.

Catalina Varela González | Estudiante de periodismo PUCV